II

El contacto físico crea relaciones duraderas e intensas; este hecho lo saben muy bien el amante y el amado, la madre y el bebé, para su bien, o, en un sentido contrario, el torturador y su víctima, para desgracia de ambos. Los nexos entre lo físico y lo psíquico son inextricables, un laberinto que toma mil formas y se modifica a cada instante. Un transeúnte cualquiera recibe un golpe tremendo, en toda la cara, se tambalea, cae de bruces al suelo; entonces, sin mediar tiempo, duda entre emprender la huida o responder al ataque, lanzarse contra el agresor, quizá piensa o imagina que piensa lo que va a hacer antes de hacerlo. Empieza a sangrar, pero es muy difícil determinar el origen del titubeo, si duda el cuerpo o el alma, si la decisión parte de dentro o de fuera. Al recorrer el camino inverso, de lo psíquico a lo físico, aparecen una multitud de síntomas y signos encabalgados, dolor, palpitaciones, sudoración, aceleración del ritmo cardíaco, herida abierta, correlativos, a modo de reverso del guante, a miedo, angustia, desorientación, incluso pérdida de la conciencia si el golpe ha sido lo bastante fuerte. Una acción siempre es múltiple, seguida de las reacciones correspondientes, y difumina los límites de lo orgánico y lo mental, invalida todo estatuto excluyente, oscurece las vías de comunicación. El verdadero sujeto del acontecimiento, así como la naturaleza del acto, retroceden al infinito, se alejan, cada vez que la investigación avanza; las pistas conducen a un callejón sin salida. Las motivaciones quedan aparte; el transeúnte anónimo, inconsciente en el suelo.